Tras hacer su primera incursión en un blockbuster de acción, James Wan regresa a su feudo, el terror, un género que a estas alturas tiene tan depurado y dominado que, con un buen guión entre manos, es casi una victoria segura. Esta secuela de Expediente Warren dejaba sobre la mesa la duda sobre si era posible reeditar el éxito de la primera parte en lo que a refinamiento del terror clásico se refiere. No en vano, Insidious 2 fue un ligero bajón respecto a la primera parte y la larga duración de esta nueva secuela también podía llamar el escepticismo, temiendo una posible hipertrofia innecesaria.
Por suerte los temores se disipan pronto. Wan, como en la primera parte, no inventa nada nuevo, pero hace de todo un legado de cine de terror clásico su mejor arma y toma como referente de estructura narrativa un título tan rotundo como El Exorcista. De ahí la larga duración de la película, que se toma el tiempo suficiente para representar un enfrentamiento entre el matrimonio Warren con un ente que deja a Lorraine al borde de la extenuación, la presentación de un nuevo caso terrorífico en el barrio londinense de Enfield que va in crescendo hasta arruinar la vida de una humilde familia desestructurada, y la involucración final de los Warren en un caso en el que el cansancio y el temor hacen más mella que nunca.

© Warner Bros.
Wan se toma su tiempo, sobre todo para retratar a la familia sufridora de esta película, igual que lo hiciera en la primera parte. Lo hace sin renunciar a lo que la película es en esencia, terror de suspense y sustos. Cada ligero respiro es una invitación a abrazar a los protagonistas y luego vuelta al pánico. Realmente no nos otorga más descansos que a los propios personajes, lo que ayuda a entender su absoluta desesperación mientras va minando nuestra resistencia a chillar como perras en la butaca. Casi como un entrenamiento de alta intensidad aplicado a la emoción más primaria del ser humano, el miedo.
Es por eso que la llegada de los Warren es un alivio tanto para la familia como para el público, agotado de tanta tensión. El descanso breve pero agradecido de un nuevo punto de vista, el de la mirada sensata y rigurosa. Los Warren tienen aquí, en gran medida por la brutal Vera Farmiga y la simpatía de Patrick Wilson, el peso de esos personajes que representan la esperanza como ningún otro. Una esperanza que se vuelve a poner a prueba, apostando progresivamente por la épica, igual que lo hiciera la llegada del padre Merrin a la casa de los MacNeil.




© Warner Bros.
Y es esa épica lo que hace de esta película una considerablemente superior a la media. El terror no deja de ser la excusa para ahondar en heridas emocionales de cada personaje, de hecho es algo que se dice en la misma película cuando se apunta a que los espíritus malignos aprovechan momentos de flaqueza para ensañarse con sus víctimas. Por eso, aunque la película tampoco pretende ser un drama de personajes (tampoco hay que ponerle medallas innecesarias), los cuida suficiente como para que cada latigazo sea doloroso y cada victoria un sonoro triunfo, dejando en ellos huella de por vida.
Pero épica aparte, Wan ofrece una lección de manejo del suspense y una variedad de recursos visuales y sonoros para destrozar nuestros nervios, siendo a día de hoy casi el único director realmente solvente en el género que queda dentro de Hollywood (quizás junto a Scott Derrickson, mucho más limitado). En él, al menos, se nota una constante evolución, un sello de estilo (esos demonios rudimentarios con actores maquillados, los muñecos y juguetes siniestros, las canciones siniestramente alegres), y, hasta ahora, ningún rastro de conformismo o de pereza. Pese a posibles patinazos en algunas de sus películas, lo suyo es amor al género y afán de superación, no rutinarios trabajos de machacas de segunda fila, que es lo que parecen creer los ejecutivos de los estudios que merece el género.

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