Mientras escribo estas líneas, es muy posible que al otro lado del Atlántico los hermanos Andy y Lara Wachowski estén ordenando sus cositas en cajas de cartón lo más rápidamente posible antes de que seguridad les eche a patadas de los estudios de Joel Silver. Su despedida se ha ido labrando desde el día que llegaron con un debut normalillo, seguido una película capital para entender el cine de acción de principios del 2000 y continuado por mierdas de secuelas. Pero lo que es marcharse, se marchan con una explosión.
Speed Racer será presumiblemente un fracaso porque es demasiado complicada para los niños, y demasiado estúpida para los adultos. Pero por primera vez desde 1999, estos tíos están intentando hacer algo nuevo y distinto. La adaptación de Meteoro que nos trae esta pareja bajo el brazo puede ser un millón de cosas: confusa, hortera, idiota, moña, ñoña o simplemente ridícula. De lo que estoy seguro que es, es que es algo que no se ha visto en una pantalla de cine. Y es algo por lo que estoy dispuesto a pagar.
El problema del film es que sus directores son absolutamente incapaces de llegar a un publico determinado. Al igual que en ese par de bochornos anteriores, su falta de empatía con la audiencia es simplemente abrumadora. Su concepto de “humor familiar” es tan extraterrestre que uno no termina de dilucidar exactamente cuando pretenden hacernos gracia. Desde luego el mono que acompaña al hermano menor del protagonista no es un triunfo, precisamente. Tampoco lo es el hermano pequeño en cuestión, y tanto John Goodman como Susan Sarandon realizan un alarde de profesionalidad con los laaaaargos monólogos a los que los Wachowski someten a los actores. Además, es un film que tiene la pésima idea de insertar complicados mecanismos narrativos (flash-forwards, cortinillas a tutiplen, 25 planos de scroll) en medio de escenas de acción que están concebidas por el mismísimo Hipnosapo. De nuevo nos encontramos con SU mundo, con SUS reglas, y con un sello personal que impide que la audiencia simpatice del todo con lo que estamos viendo en pantalla. En particular porque es muy posible que la audiencia pueda estar más preocupada por encontrar una bolsa donde echar la raba.
Sólo este párrafo plantea una serie de obstáculos insalvables. La audiencia no quiere la película. Los actores no saben donde meterse. Cualquier giro de guión es prácticamente incomprensible.
Pero este nene tiene RITMO.
Uno: la banda sonora de Michael Giacchino es, una vez más, de órdago. Si esta fuera la primera vez, vale. Pero este señor simplemente no tiene una partitura mala. En esta ocasión, lo que se podía haber quedado en una simple revisión del tema original de la obra japones se convierte en un estallido de música orquestal y beat-box que dispara la acción, junto con temas más “familiares” similares a los empleados en Rataouille. Acompañada de unos impresionantes efectos de sonido, la cuestión auditiva del film es caso cerrado desde el primer momento.
Dos: Las carreras. Kung Fu con coches en circuitos de F-Zero, diseñados para superar cualquier imposibilidad física. Coches que se golpean en el aire, que esquivan embestidas con saltos prodigiosos, y equipados con gadgets hasta en el tubo de escape. El uso del ordenador es tan imprescindible como un soberano canteo (el daño en los vehículos es completamente aleatorio). Y desgraciadamente, en numerosas ocasiones es prácticamente imposible establecer un control visual sobre lo que está sucediendo en pantalla. Pero desde el primer momento queda claro que no es consecuencia de la incompetencia de los directores; si lo que quieren es transmitir sensación de velocidad, esta película se mete por el ojete de Antonio Lobato y le da dos vueltas a la calva. Acompáñese de planos imaginativos a la luz de una luna llena o rodeados de pilotos pintados por un niño. Como el Robert Rodríguez de Spy Kids, pero con fiebre.
Tres: los aficionados al manga deberían guardarse muy mucho de criticar las escenas de combate del film. Introducidas de forma absoluta y totalmente arbitraria, son un espectáculo. ¿Ninjas? Ninjas. ¿Vikingos? Vikingos. ¿Chonis fiesteras? Chonis fiesteras. Todos parten y reparten a su gusto.
Cuatro: Emile Hirsh y Matthew Fox roban la película. El primero, encantado de ser héroe. El segundo, con lo más parecido a James Bond que le va a caer en toda su carrera. Hay que preguntar a los Wachowski si han ampliado los ojos de Christina Ricci por ordenador, porque son de cómic. Estos tres se lo están pasando pipa, al igual que el malvado Roger Allam.
Cinco: anarquía total en el diseño de producción, que oscila entre Blade Runner visto por los ojos de Baz Luhrmann y Mi Pequeño Pony. No hay dos escenarios iguales y los circuitos son un prodigio de imaginación, pasando por todos los ambientes habidos y por haber. El Mario Kart en pantalla grande.
Y seis: es el juego de los Wachowski. Que están recogiendo las maletas, que se piran, que Speed Racer las va a pasar puñeteras para recaudar la mitad de su presupuesto, pero que rechazan irse sin hacer ruido. Vuelvo a lo que dije al principio. Esta película puede ser castaña, pero es la castaña más espectacular, sorprendente, entrañable y extraña del cine reciente. Yo pago seis euros por ver esa castaña. Y un par de euros más, si hace falta. Todo es cuestión de tener la mente abierta.
