“Esta película es una tentativa de búsqueda, rastreo de orígenes olvidados hace no tanto tiempo. En el año 45 del siglo XX eclosionó un modo de entender el cine que emanaba de una conciencia popular superviviente del horror. Esa conciencia, también cinematográfica, tuvo como epicentro Italia y se propagó con desigual impacto por toda Europa. Puede decirse que de este modo el neorrealismo se convirtió en un germen que cineastas posteriores interiorizaron, haciendo del compromiso un modo de expresión a través del cine”.
Estas son las palabras –y mejor sinopsis posible la verdad es que no hay– del director de Un Lugar en el Cine, Alberto Morais, documental recientemente estrenado en (un par de) nuestras pantallas. Que sería absolutamente recomendable para todo hijo de primate de no ser por un par de cuestiones: se hace muy largo. Demasiado largo. Y su tema de fondo: la emergencia de un cine vibrante, social no porque eligiera serlo, sino porque TENíA que serlo, quizás necesitaría de algo más de energía en su puesta en escena para enganchar al espectador.
Pero desde un punto de vista personal, el documental alcanza sus mejores momentos cuando tres de sus protagonistas, los directores de cine Theo Angelopoulos, Victor Erice y el guionista Tonino Guerra –en menor medida– hablan sobre el estado del mundo cinematográfico de hoy en día, en comparación con el cine de guerrilla realizado en Italia tras la caída del fascismo. Me quedé sobre todo con una reflexión del cineasta griego en la que afirma que la sociedad actual está experimentando una “etapa de espera”. Mientras revisita una de sus películas más conocidas, Omegalexandros (Alejandro Magno que no, no es precisamente como la de Oliver Stone), Angelopoulos parece indicar que el cine como reacción a un determinado movimiento social se encuentra paralizado porque a dia de hoy (donde este tío aparece en la tele, y no sólo no muere lapidado, sino que escapa indemne el muy cabrón) no sabe muy bien contra qué reaccionar.
Erice –que en el documental aparece sentado tranquilamente en la estación de Hoyuelos, en Segovia, escenario de El Espíritu de la Colmena– amplía esta idea cuando explica las tremendas dificultades que experimenta el cine actual, sometido a la “censura económica de las televisiones”. Ojalá se quedara ahí. Este bastardo, que además de ser un cineasta bastante fascinante tiene como un aura de Wikipedia andante de todas las cosas “cine”, es el encargado por desgracia de cascarse los discursos más largos y antológicamente pedantes del documental. No cabe duda de que este hombre sabe, sabe y luego sabe más, y una vez traducido su discurso de Arquitecto de Matrix lo cierto es que dice verdades como puños, pero llega un punto en el que verle reaparecer en pantalla, ahí sentadito con su café, su boli y su inenarrable pelazo provoca, por este orden, recelo, desidia y pánico entre los espectadores.
La obra de Morais no sólo es bastante educativa. Es también muy entrañable y profundamente introspectiva (no la clase de cine al que estamos acostumbrados a ver, paciencia hijos míos). Los actores Ninetto Davoli y Nico Naldini nos ofrecen numerosos apuntes sobre la figura de uno de los personajes más representativos del cine italiano de posguerra: Pier Paolo Pasolini (seguramente muchos habréis visto una de sus películas más conocidas y elogiadas, El Evangelio según San Mateo). A través de sus comentarios se nos ofrece primero una pequeña trayectoria sobre su carrera, pero principalmente una reflexión sobre su espíritu. Pasolini era un cineasta bastante revolucionario, que empleaba actores no profesionales y rodaba sus films bajo una perspectiva claramente antifascista (y eso que su hermano salvó la vida a Mussolini. Qué vida ésta). El documental no es especialmente revelador sobre la trayectoria, sino sobre la actitud, conste.
En el caso de Erice, la buena gente de Hoyuelos –a nueve kilómetros de mi pueblo, por cierto– es la encargada de relatarnos algunas de las anécdotas del rodaje. La gente recuerda el rodaje con bastante afecto, e incluso podemos visitar los verdaderos escenarios del film. En la parte que a mí me toca, joder, casi me saltaban lagrimones de los ojos. Reconozco que puede parecer una verdadera ida de olla, pero me sigue pareciendo fascinante la forma en la que la peli de Erice se adapta como un guante al ritmo de vida de estos pequeños pueblos al borde de la desaparición –no escatimemos palabras: en contra de lo que la Diputación de Turismo en cuestión nos haga pensar, muchos de ellos carecen de atractivo monumental histórico, se encuentran insertados dentro de una geografía no especialmente atractiva a primera vista, y combinan edificios abandonados con garajes de peli de terror de serie B lo que no es la forma más apropiada de atraer al visitante, además la media de edad de sus habitantes es de unos 250 años y ni siquiera el verano es capaz de reducir esta cifra–. No obstante, es el lugar idóneo para descansar de las preocupaciones, y en cierto sentido, El Espíritu de la Colmena es una especie de balneario visual, que nos ofrece un descanso muy agradecido y natural frente a aquellas películas que hacen de su ritmo lento una declaración de intenciones.
De todas formas y para ir terminando, me quedo con el consenso generalizado de los que tuvimos la oportunidad de ver esta obra. Es muy limitada. No profundiza en aspectos muy concretos de la situación real del cine de posguerra, sino que intenta reflejar el estado de ánimo de los cineastas de la época, y la difícil transición que han realizado a la vida contemporánea. Es esta sencillez, sin embargo, lo que hace de este documental un magnífico ejemplo para poner en las escuelas a modo de introducción panorámica de la evolución del cine europeo. ¿Y cuántas veces tenemos la oportunidad de aprender de primera mano esta lección histórica de la mano de aquellos que se han encargado de escribirla?.
