El Curioso Caso de Benjamin Button puede quedarse corta en algunos aspectos pero sobresale en dos: el tono mágico de la historia de amor que sirve de eje central a la película, y que termina extendiéndose a otros aspectos del film, y el extraordinario avance técnico que representa en el ámbito de la creación de actores digitales. Tanto, que me ha dejado bastante acojonado. Y no en el buen sentido.
El último film de David Fincher, adaptado del relato corto de F. Scott Fitzgerald por Eric Roth, parece esconder una moraleja: los sentimientos y los valores humanos son válidos para todo el mundo independientemente de la manera en la que envejecemos y sus resultados son los mismos; puedes cambiar el trayecto, pero siempre vas a llegar al mismo punto. Como ejemplo se pone al del protagonista, quien nace con el cuerpo de un bebé pero asediado por todas las enfermedades que podría sufrir un hombre de 80 años pero que va rejuveneciendo conforme pasan el tiempo. Su vida es intensa, plena de descubrimientos y plagada de pequeñas decepciones. Una vida, en definitiva.
Cuánto tiempo y cuán profundamente impacte esta historia en el espectador depende sólo del espectador mismo. Pero no se puede negar que, en términos formales, la perspectiva del film es monumental: El Curioso Caso de Benjamin Button es el film más ambicioso que jamás ha abordado Fincher, es un examen de la vida y de la condición humana que afronta sin ambages la cuestión de la mortalidad. Una historia central rodeada de decenas de pequeñas historias, protagonizadas por personajes más o menos excéntricos, marcadas por relaciones familiares, y otras no familiares que podrían serlo, camaradería y amistad. Es un film consciente del mundo que le rodea: hace referencias explícitas al huracán que asoló Nueva Orleans en 2005, y nos lleva a lugares recónditos del planeta. Y lo mejor de todo, por fotografía, puesta en escena, música y ambientación, el film gana como una especie de capa de “viejo recuerdo”.
Con el chip adecuado el film es fascinante de principio a fin, y sus defectos son aquellos que nos rompen el misterio y nos sacan de la película. Qué extraño que para mí el principal y mayor de estos problemas sea, precisamente, el mismo Benjamin Button.
¿Quién es exactamente Benjamin Button?. Un explorador, un tipo que escucha pero que no habla, una especie de espectador del mundo. Ninguno de los grandes sucesos de su vida ocurren por iniciativa propia. Es un amigo de la familia quien le saca por primera vez. Es un capitán de barco quien le descubre en el puerto y le enrola como parte de la tripulación. Es Daisy quien se le acerca en su infancia. Quizás debería ser un espectador: su condición le hace único en toda la raza humana, pero para un film, el caso es que no resulta muy interesante cuando el espectador se convierte en protagonista. Por lo demás, el trabajo de Brad Pitt tampoco contribuye a que sintamos mucha más curiosidad por el personaje –su cara del póster es la expresión que suele adoptar a lo largo del film–. Con todo, hay que aplaudir que el actor haya aceptado este trabajo que no es en absoluto fácil y que en ocasiones salva con una interpretación contenida y bastante enigmática. Pero 166 minutos de duración son muchos. A lo mejor se nos puede hacer demasiado largo.
El reparto de secundarios es excepcional, desde Cate Blanchett hasta Taraji P. Henson pasando por Jason Flemyng, Julia Ormond, Tilda Swinton y un realmente entretenido Jared Harris en plan Capitán Haddock. No sólo por las interpretaciones: ellos consiguen que el mundo en el que vive Benjamin sea fascinante y rico en detalles, desde el ambiente en la casa de la tercera edad hasta los momentos en el barco, en el hotel, en Nueva Orleans en general. Y deberíamos centrarnos en Blanchett porque consigue justo lo que Pitt no consigue: transmitirnos la idea de que su personaje experimenta y cambia con el paso del tiempo. Hay un mundo de diferencia entre la Blanchett veinteañera que intenta ligarse a Button bailando con un vestido rojo en un atrio a la luz de la luna, con la que diez años después se enamora de él. Porque la primera vez es un capricho, y la segunda un acto de madurez. Daisy es un ser humano completamente desarrollado y absolutamente fascinante, y ancla de la historia de amor sobre la que se sustenta la película.
Película que seguramente será recordada –y vamos allá– por el acojone supino que me ha provocado. Dejando a un lado esa proeza técnica que es el personaje del “Benjamin Button de 80 años”, que es posiblemente el actor digital más conseguido desde Gollum, el verdadero avance del film es casi imperceptible: el rejuvenecimiento de los actores. Brad Pitt aparece en el film con 25 años de edad. Y ES BRAD PITT CON 25 AÑOS DE EDAD. Debería llevar encima una tonelada de maquillaje, pero no, maldita sea, no hay maquillaje. Ordenador. CGI. Igual con Blanchett, Jesús. Han conseguido que la edad deje de ser un problema. No es que un servidor vaya a apretar el botón de “Pánico” o algo así, pero de verdad que hay momentos en los que Pitt parece que haya terminado de rodar la semana pasada Entrevista con el Vampiro. Los que hayais visto X-Men 3 recordaréis que Brett Ratner intentó hacer lo mismo en la secuencia inicial, pero no hay ni punto de comparación.
Técnicamente es un paso adelante, y el hecho de que Fincher haya decidido disimularlo de la mejor forma posible, no es sino otro elogio más a la labor de este señor, uno de los realizadores más elegantes del panorama contemporáneo, posiblemente el mejor planificador desde los años jovenes de Spielberg, y un virtuoso de la técnica y que aquí incluso se atreve con imágenes muy artísticas (algunos momentos parecen sacados de Un Largo Domingo de Noviazgo) que la gran mayoría de las veces se integran perfectamente. Son momentos en los que hay que sacar los pañuelos blancos. Por mí, Fincher puede intentar lo que le venga en gana: Benjamin Button tendrá sus problemas, gustará mucho a pocos, gustará poco a muchos, pero es una de las épicas románticas más insólitas jamás aprobadas por un gran estudio de Hollywood y, desde luego, una cita inmediata este fin de semana.
