El título ¡Me Ha Caido el Muerto! provoca un efecto curioso en el único público que podría salvar este film: el que se repasa la cartelera a golpe de ojo buscando los estrenos de la semana en busca de un film decente mientras su hijo el friki se va a ver no se qué película de un cutredirector alemán “que dice el chaval que hay que verlo para creerlo”. Y el efecto es el siguiente: “Hm… exclamaciones, frase hecha… que le den”. Y así acaba la carrera comercial en nuestro país de la que es posiblemente mi peli favorita de su director y afamado guionista megaforrado, David Koepp.
Yo no sé si en España se creen que los títulos originales de los films son un conjunto de palabras que se sacan de una urna como el sorteo del Mundial de Fútbol y lo que sale, sale. “Ghost Town” (La Ciudad Fantasma), que es el título original de este film, que es el mismo título que el del guión original de Koepp, encaja perfectamente no sólo con la descripción de lo que sucede (porque va de una ciudad con fantasmas) sino con EL TONO de lo que sucede: melancólico, agradable, ligero y, además, una velada referencia al estado emocional de los personajes vivos de este film, que comprueban que, sin un poco de amor, no hay mucha diferencia entre respirar aire e irse al otro barrio.
Eso es lo que le sucede al dentista de extraordinario nombre Bertam Pincus (Ricky Gervais), quien un día descubre que tiene capacidad para comunicarse con los muertos, en particular con uno bastante molesto interpretado por Greg Kinnear, un cretino que necesita de alguien que le eche un ojo a su mujer, Tea Leoni. El problema es que Pinkus es un verdadero sociópata y no tiene ningún interés en eso de relacionarse con la gente, que básicamente le da ingentes cantidades de asco. De por sí este tipo de personaje es un problema porque es la misma clase de chalado que Jack Nicholson mitificó hace 11 años en Mejor Imposible, y que la historia transcurra en los mismos (y acojonantes) escenarios de Nueva York, y que el compañero de fatigas sea también Greg Kinnear, tampoco ayuda.
Pero Gervais salva ese problema tirando de flema británica y muchas más dosis de ironía que su ilustre predecesor y ese es sólo el primer acierto del film, que los tiene por doquier. La química entre Leoni (una actriz guapa a la que no le da miedo hacer el payaso en pantalla, lo que hoy en día es prácticamente un fenómeno en extinción) y Gervais es tan buena como la química entre Gervais y Kinnear (del que a estas alturas no vamos a descubrir que clava cada maldito papel que le dan, pero no está de más repetirlo: es uno de los mejores actores estadounidenses de la actualidad). De vez en cuando a Gervais se le deja ir a su aire, lo que provoca que los que le acompañan se descojonen en mitad del plano cuando empieza a soltar sus coñitas. Premeditado o no, es algo que hace que el público se sienta extremadamente cómodo.
La peli es además bastante elegante y clásica. Es decir: sólo hay un chiste de cuescos a costa del perro de la protagonista, y encima me hizo gracia, y luego Koepp lo encadena con otro gag sencillo y eficaz de un par de segundos. La película no es especialmente memorable: no hay una fuerza de la naturaleza como Nicholson en torno a la cual giren los acontecimientos, y no nos ilumina sobre las relaciones humanas pero es una película que fluye muy bien, y sabe que se está rodando en una ciudad como Nueva York en la que basta con poner la cámara en mitad de la calle para que te salga un plano de estos que salen en los montajes de los Oscar.
En perspectiva, me alegra comprobar como Koepp sigue queriendo disfrutar de un pequeño espacio para respirar. Este hombre es el guionista de Parque Jurásico, Misión Imposible, La Guerra de los Mundos, Spiderman y… sí, Indiana Jones 4. Pero también es un tío que ha demostrado que puede manejar historias introspectivas, cuando la ocasión lo requiere (véase Atrapado por Su Pasado o sus propias pelis, sin ir más lejos, como El Efecto Dominó o la sensacional El íšltimo Escalón –“Una Mezcla de Ecos”, por si os preguntábais su título original).
Aquí, con la ayuda del coguionista, John Kamps, vuelve a hacer tres cuartos de lo mismo, probando suerte con un género donde todo parece ya inventado, pero al que le añade mucho corazón, un plano impagable con un obrero de la construcción que se da cuenta de una cosa muy importante, y que, sobre todo, culmina con el mejor diálogo final que me he comido en una pantalla de cine en los últimos años. Espero que estas dos oscuras referencias inciten vuestra curiosidad, de veras.
Porque el título no lo hará.
