William Goldman (Highland Park, Illinois, 12 de agosto de 1931) podrá haber ganado dos Oscars al Mejor Guión por Dos Hombres y un Destino (original) y Todos los Hombres del Presidente (adaptado), pero en el ámbito del conocimiento de la industria cinematográfica, probablemente pasará a la historia por acuñar una frase –que después se apropiaría el productor Robert Evans cuando su mujer, Ali McGraw, le puso unos cuernos del tamaño del Pirulí con Steve McQueen– que ha servido de colofón o excusa en los despachos de Hollywood y que generalmente se enuncia un domingo por la tarde con los primeros resultados de taquilla en la mano.
Este enunciado se encuentra en su libro Aventuras de un Guionista en Hollywood y, como todas las frases lapidarias, forma parte de un contexto más amplio.
“Pero una vez más, sólo por enfatizar”, dice Goldman:
Goldman no tiene mala idea. Lo siguiente que hace a continuación es asegurar que los ejecutivos, “ex-agentes, en su mayoría, dispuestos en una sociedad de castas”, conocen su trabajo. Sin embargo, son demasiados en número, y están expuestos a una idea que se va a convertir en el eje de este reportaje: en 1983 se llamaban “fenómenos no recurrentes”. En los 90, una vez el vocabulario Variety comenzó a trascender al público, pasaron a conocerse como “sleeper hits” o “box-office bombs”. En la actualidad, y fuera ya de las fronteras cinematográficas, se conocen como “cisnes negros” y son un elemento, os garantizo, absolutamente esencial a la hora de comprender el mundo del cine en la actualidad.
The Four Seasons es un ejemplo.
Este film, escrito, dirigido y protagonizado por Alan Alda, sorprendió a todos al rebasar cómodamente, en 1981, la barrera de los 25 millones de dólares en la taquilla (pongamos que es el equivalente a los 100 millones de ahora, a nivel de la satisfacción psicológica que produce esa cifra por la que un film puede ser llamado, con todos los honores, blockbuster). Nadie sabe nada. “Es un fenómeno no recurrente, lo que realmente quiere decir ‘déjame en paz y no me molestes'”, indica Goldman cuando preguntó a un ejecutivo por el resultado de esta película. “No quieren pensar siquiera en la existencia de este fenómeno, porque les asusta. Son responsables de los films que salen a la luz. Pueden vivir con la idea de qué lo que hacen puede funcionar o no, pero si ni siquiera saben qué es lo que tienen que hacer… entonces la tierra se abre bajo sus pies”.
“Nadie Sabe Nada”.
¿Por qué?
EXTREMISTÁN
¿Qué es realmente el negocio del cine? Una verdadera locura. “Las películas están llenas de sorpresas porque se trata de una industria de innovación y descubrimiento”, apunta el economista, matemático y profesor emérito de la Universidad de California, Arthur De Vany. “Los cineastas innovan, estrenan el film y, al hacerlo, extraen una idea de lo que le gusta a la audiencia, que se expresa en forma de beneficios de taquilla. La información acumulada durante el recorrido de un film desarrolla el escenario para otras decisiones y activa un amplio espectro de cláusulas de contingencia en las que están involucradas carreras, contratos, precios y compensaciones”.
Por ello, no hay forma de entender el cine como un mundo homogéneo. En Hollywood, una sóla persona todavía puede marcar la diferencia, tanto en en un sentido económicamente “beneficioso” –como le sucedió a Alan Alda en 1981– como “perjudicial” –la pareja Wise-Andrews de Star!–. Por ser una industria innovadora, donde se maneja una cantidad de información extraordinaria, y en la que entran en juego las expectativas de la audiencia (mutables según una moda, según el entorno), el cine termina siendo “un negocio de lo extraordinario”, que dice De Vany, donde “el término medio” nunca se da por sentado.
“Extremistán”. Así lo llama el economista Nassim Nicholas Taleb, un mundo donde “existen tales desigualdades que una sóla observación es capaz de alterar el total de una forma desproporcionada”. Un mundo en el que aparecen los “cisnes negros“:Â un hecho fortuito que satisface estas tres propiedades: gran repercusión, probabilidades imposibles de calcular y efecto sorpresa. Fijaos que esto ya no se aplica al cine. En Extremistán también vive, por ejemplo, J.K. Rowling. Vive cualquiera del que se diga “¿quién iba a decir qué Fulanito…?”. En Extremistán vive la raza humana, siguiendo esta línea de pensamiento, de igual modo para lo bueno y para lo malo –Taleb, libanés, entiende la guerra de Líbano del 82 en estos términos–. “No es que esté enamorado de este cisne negro. Soy un humanista”, apunta Taleb, “lo odio: odio la injusticia y el daño que causa”.
Fookin Pelicans
LOS NOMBRES SON UN PROBLEMA
En el cine de Extremistán, quien tiene la última palabra sois vosotros. “Las películas son productos complejos y la cascada de información que se produce en la audiencia hace imposible atribuir el éxito de un film a un sólo elemento individual. Es la audiencia la que hace del film un éxito y ninguna cantidad de ‘star power’ ni marketing puede cambiar eso. La verdadera estrella es la película”, apunta De Vany y su colega David Walls, de la Escuela de Economía y Finanzas de la Universidad de Hong Kong en este estudio (aquí, 51 pgs., .pdf).
Y aquí comienza el lío: El “‘Star Power'” y el “Marketing” son perjudiciales. Estamos ante un problema que emerge de una contradicción. Si Hollywood se mantiene gracias precisamente a la aparición de estos fenómenos inesperados, a veces en forma de actores, (calculad cuánto dinero han ingresado las “resurrecciones” de Robert Downey Jr. o Johnny Depp), ¿realmente vas a proponer un nuevo modelo cinematográfico en el que los “nombres” –actores, actrices, directores e, incluso, franquicias– no sean un elemento primordial? Pues según demuestran De Vany y Walls, la respuesta es precisamente ésa: si bien reconocen que “los cineastas pueden hasta cierto punto mejorar las posibilidades de éxito de un film”, lo cierto es que “la audiencia es la que tiene la última palabra”.
En su tesis, ambos profesores abogan por eliminar uno de los cimientos básicos de la industria: los proyectos basados en nombres individuales. En este mundo caótico, todo se reduce a probabilidades. Un actor conocido te puede garantizar cierta probabilidad de éxito, siempre y cuando asumas la posibilidad de que cualquier fenómeno negativo sobre la imagen de este actor (el ejemplo que absolutamente todo Dios está pensando, aquí) repercute sobre “su” film de la misma manera. Los actores, las actrices, los directores, introducen un margen de error. A no ser que seas Clint Eastwood, que según cita Goldman es el único actor que lleva 40 años en la lista de los más rentables, década tras década, puedes fallar.
Esta tabla, por ejemplo, nos indica en su columna de números de la izquierda las probabilidades de que un actor impacte significativamente en la recaudación de un film. El estudio es del año 1999. Tom Cruise (en esos años: Misión Imposible, Jerry Maguire) vs. Robert De Niro (Copland, Wag the Dog, Jackie Brown). De Niro es, potencialmente, una amenaza para la taquilla.
Pinchad en ella para verla en su totalidad.
¿Las franquicias? Ni de coña. Pensad en ellas como el caso anterior, multiplicado por mil: cuando funcionan, suponen una cantidad ingente de dinero en la caja. El fracaso, no obstante, es la catástrofe: cierres de estudio, despidos masivos. La Brújula Dorada. Y, en términos generales, corres el peligro adicional que la gente acabe harta del producto y lo desgaste en poco tiempo, fenómenos de un fin de semana como cualquier otro film de menor envergadura, pero en este caso enormemente contraproducente habida cuenta de que te has gastado 50 veces más dinero que el productor de la última de Katherine Heigl. Véase el caso de las tres primeras pelis de Batman (pre-Nolan, ya sabéis, esas): la primera es la más estable. La segunda y la tercera caen en picado.
Es, en definitiva, un modelo de negocio lastrado por el constante pánico. No sólo a nivel del producto en sí, sino de todo lo que comporta en la industria en general: el desperdicio de dinero. “Hollywood trabaja en un entorno estadístico de extrema incertidumbre. La incertidumbre lleva al miedo, el miedo desemboca en un afán de control. Y el afán de control ha resultado en la creación de una complicada e innecesariamente costosísima burocracia de estudio, lo que resulta en una gestión de riesgos deficiente”, apunta el veterano guionista, empresario y productor Lawrence Meyers.
Los actores son un problema. Los “nombres” de las películas son un problema. Y sí: los propios ejecutivos son un problema.
SOLUCIONES
¿Cómo acabar con el caos burocrático y el problema de los “nombres” derivados de la incertidumbre? La respuesta, igualmente, es puramente económica: a efectos prácticos, el miedo causa una exagerada diferencia salarial que motiva que “nombres” de categoría teóricamente contrastada –y, en Extremistán, no lo está, porque cualquiera puede fallar– cobren un pastizal mientras otros se mueren de hambre.
“Por cada tipo de Clase A, hay una considerable cantidad de talentos que no cobran tanto dinero”. Son “las damas de honor”, que llama Meyers y se caracterizan por “un talento excepcional, son profesionales consumados y siempre están al hilo de la actualidad porque están a punto de consolidar un proyecto”. Esa es la gente “que los estudios tienen que recuperar, como hacían a mediados del siglo XX, cuando estas ‘damas de honor’ eran el pilar de su negocio”.
Teniendo siempre eso en cuenta, lo ideal es contar con una estructura lo más directa posible: “¿Quieres hacer un thriller? Pues contrata a un escritor y que escriba un thriller. No escuches ideas. Toma una decisión. Es un empleado. Deja que escriba algo guai. Pero que lo escriba él. Si no te gusta lo que escribe, pasáselo a otro guionista para que lo reescriba o se lo cargue. Después, contrata a un productor para que lo convierta en un film. Si no le gusta, pasáselo a otro productor, pero asegurate de que los motivos por los que lo rechaza son legítimos –no siente una conexión emocional con el material, por ejemplo–.
“En cualquier caso”, prosigue Meyers, “asigna películas tú, como estudio, al productor, y no al revés: hoy en día, se pierde una cantidad enorme de dinero en reuniones entre guionistas y ejecutivos a los que les gusta su idea, entrubiadas por agentes e intermediarios, y la mayor parte de las cuales acaban en nada”, incide. El efecto sería tajante: “un 90 por ciento de los ejecutivos, en consecuencia, debería desaparecer del mapa”.
¿Cómo solucionamos la cuestión de los “nombres” y las “franquicias”? Con un portafolio: un conjunto de films seleccionados por el estudio basados en estudios de mercado, lo suficientemente ambiguos para que, al entregarle al guionista las líneas generales del proyecto, disponga de una cierta libertad de acción para poner en marcha la rueda y, según se está proponiendo últimamente, con la calidad como guía. Mark J. Ferrari y Andrew Rudd, de Procinea Management LLC, proponen en su estudio (aquí, 36 pgs., .pdf) un modelo de mercado basado en la calidad intrínseca del film y por las cualidades concretas de la historia: “las audiencias están dispuestas a pagar a cambio de distintos elementos que configuran la narrativa “, indica el estudio.
El portafolio parece la mejor solución porque, a juicio de De Vany, el ambiente es “tan salvaje” que los estudios deberían contar con una “plantilla diversificada de diferentes tipos de films entre los que poder elegir”. Sin embargo, y por las razones que citábamos en el apéndice anterior, esto es, el miedo, “hoy en día no existe una estructura que permita la creación de este tipo de mecanismos. Los films se están abordando como proyectos individuales, y lo que genera una verdadera miopía”, concluye (Hollywood Economics – How extreme uncertainty shapes the film industry, pg. 270).
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