Imparable es un telefilm de las cuatro de la tarde falsamente anunciado y encubierto como superpeli de acción-catástrofes (que no es, ni por el forro) que se cree que por ir de humilde por la vida le voy a perdonar que… er… pues sí, se lo voy a perdonar más o menos. Vayan por delante dos detalles fundamentales, es un film con momentos INCREíBLEMENTE retarded y su primera media hora es un verdadero BODRIO. Pero BODRIO. No obstante, es también una peli que tiene que cumplir con un listón muy bajo y detrás de las cámaras tiene a un señor, Tony Scott, que es al cine lo que Willie Nelson a la música: a sus años, todo se la pela, y cuenta con un muso a juego, como es Denzel Washington. Ambos van sobrados para un producto así de justito, típico fondo de barril de Fox que no obstante, bajo la producción de Alex Young (Predators, El Equipo A) sigue recuperando la decencia de la legendaria productora, eso sí, milímetro a milímetro.
Circunstancial es el detonante de la acción: la Magia, por la que una palanca neumática desciende por propia voluntad sin que nadie la toque e iniciando así una cadena de disparates / elogios a la estupidez humana–con Ethan Suplee como maestro de ceremonias– que concluyen con el desbocamiento de una locomotora de “un trillón de toneladas” –que dice el póster– cargada de productos químicos o, para ponerlo en boca de uno de los personajes “un misil del tamaño del edificio Chrysler”. La misión de detener semejante máquina del averno recae sobre dos honrados currelas: un maquinista veterano al borde del despido, y su jefe enchufado y becario (con la consabida tensión que en este caso progresa hasta absolutamente un rábano) y la jefa de estación (que, como en todas las películas de Tony Scott, parece un centro de control de la NASA) a la que da vida Rosario Dawson. Sus empleos, entended, son lo de menos: ha dado la casualidad de que, vistos los individuos que pululan a su alrededor, son las tres personas más inteligentes del estado. Con eso basta.
El caso es que cuando Mark Bomback, guionista, no está sacándose soluciones del culo la película tiene un cierto interés pasados los treinta minutos iniciales. Una vez cumplido el cupo de enseñar a Pine en gayumbos para las nenas, a su mujer con un top para nosotros los chavales, un par de tonterías familiares y las consabidas salidas completas de guión marca Washington, todo ello aliñado con la banda sonora estándar de Harry Gregson Williams para Tony Scott, descubrimos que el film se mueve con cierta fluidez y se trata de una verdadera carta de amor a la cultura ferroviaria. El film es prácticamente es un cursillo acelerado de maquinismo y no duda en recurrir constantemente a la terminología del gremio, lo que nos sumerge en la acción. En términos generales, también es un elogio a uno de los currantes por excelencia en los States, el de Pensilvania, comenzando por sus acertados héroes: en estos tiempos de crisis, es prácticamente imposible que Manolo y Benito, héroes por accidente, puedan caerte mal.
Estos, digamos, matices no se le escaparían a un director corriente pero Tony Scott no es un director corriente en el sentido de que este hombre se comió un día un saco de peyote y todavía no ha regresado. Quedaos con el movimiento semicircular de cámara que Scott realiza en las conversaciones entre Washington y Pine, porque si no lo repite 340.000 veces no lo hace ninguna. El director, más bien, está interesado en tres cosas: lucecitas hipersaturadas (“Luceciiiitaaaaas!”), conseguir la hazaña de encuadrar tres helicópteros volando a la vez en el mismo plano, e intentar borrar de nuestra memoria la existencia de un objeto llamado “trípode de cámara”. Así, por increíble que parezca en un film donde sus protagonistas se pasan hablando en una cabina la mitad del metraje, nuevamente tenemos un ejemplo de película no recomendada para epilépticos o para lectores como nuestro entrañable talibán del plano fijo, Fluidoramon, al que le puedo garantizar que Scott casi se ha vuelto a superar a sí mismo y que, en comparación, El Fuego de la Venganza parece el Solaris de Tarkovski. No es Domino, pero nuevamente va más allá de la línea del deber. Un héroe sin complejos.
Scott no tiene particular interés en explotar la vena León de Aranoa del film, y tampoco se ve demasiado interés en el otro componente importante, el de la dinámica entre la pareja protagonista. Pero más que culpa de Scott, es del de siempre. A pesar de que Washington se casca uno de los papeles más bonachones de su carrera (su Frank es honrado padre, pleno de sentido común, evita los enfrentamientos, intenta poner las cosas fáciles a la gente) incurre en el mal endémico de su interpretación: parece que está hablando con una jodida pared. Para aclararnos: si en el guión pone “FRANK (preocupado): De acuerdo”, Washington hace lo siguiente 1) suspirar 2) mirada a la cámara 3) girar la cabeza para que salga su lado bueno 4) tose 5) gruñe y termina diciendo “roger… buyaaaa!”. Ante un egotista hasta el grado de la demencia, y que no tiene pinta de cambiar según va madurando –y cobrando cheques–, Pine no tiene ni una miserable oportunidad de hacer… lo que sea que sabe hacer cuando no le escribe los diálogos J.J. Abrams. De momento lo marco como incógnita. Tendría más posibilidades delante de Pacino en Esencia de Mujer. Afortunadamente está Rosario Dawson. Rosario no te va a llevar una peli, pero es del estilo Franka Potente: se divierte actuando. Se divierte mucho. Y, por lo tanto, yo también. Además, qué demonios: pibonazo.
El resultado de todos estos factores es un poco raro: Imparable no termina de encajar ni en el género del superblockbuster, ni en el de catástrofes, ni en el thriller. Es más un drama de acción que rescata con un mínimo de decencia buenas cualidades de los tres antes mencionados: sensación geográfica (sabes donde está quien respecto a qué, y ya le valdría que la hubiera pifiado, porque son vías de tren), dos set pieces realmente entretenidas, una clara escalada de tensión en su desarrollo, y el admirable empleo de los especialistas tradicionales y de los efectos prácticos. Además, y esto creo que es lo mejor, es consciente de que su fuerza reside en su simplicidad –quizás sea la película más magra, enfocada, directa y “tradicional” que Scott ha realizado en toda su carrera–, lo que hace ganar puntos al dejarse de milongas. Pero no sabe cómo quitarse de encima el problema de la nula originalidad de su trama, contiene verdaderas imbecilidades de escenas (sin revelar gran cosa, creedme, en un momento del film van a intentar parar el tren a escopetazos) y cierta sensación de que, entrado en faena, su principal responsable no se está tomando el material con todo el interés que debería. Pasabililla, pche.
