Super 8, el nuevo film de J.J. Abrams, es una película admirable, pero no necesariamente es –y cómo pongo yo esto sin quedar como un imbécil– Verdad. Es un film que se imagina que si coloca una pieza “aquí”, otra “aquí”, y otra más “en esta esquina de aquí”, con equilibrio, mimo y cuidado, en las proporciones justas, el resultado es emoción, cine puro y una experiencia transformadora para niños y adultos. Ahora diremos que Super 8 sabe lo que tiene que hacer, pero no lo consigue, ¿verdad?. Pues resulta que esta tuerca tiene una vuelta más: a veces lo consigue, pero no es suficiente. ¿Por qué? El motivo esencial: porque no tengo ni idea de quién es J.J. Abrams –un señor cuyas pelis hasta el momento son: una secuela, una franquicia y un homenaje–. A juzgar por este film, debe ser un científico extraordinario que maneja materiales carísimos, extrae con ternura sus elementos más potentes, destila con delicadeza suma, agita y va y tiene los cojonazos de llamar a la bebida “La Sopa que Hace tu Madre”.
Rebobinemos: Super 8 es la historia de un grupo de jóvenes cinéfilos cuyas vidas se ven transformadas a través de la fascinación que les proporciona un encuentro con un bicho extraterrestre, recién escapado de un monumental accidente de tren militar en el que viajaba custodiado, y que procede a sembrar el pánico en el pueblo de los jóvenes. El sheriff (Kyle Chandler, repitiendo su papel de Friday Night Lights pero disfrazado de policía) es el padre de uno de ellos, Joe, protagonista de nuestra historia (Joel Courtney, majérrimo), y a la amenaza se suma una pérdida personal que ha deteriorado el ya de por sí restringido contacto con su hijo, y, encima, observa como el chaval se está acercando a una chavala (Elle Fanning, y como es una Fanning pues lo hace muy bien) indirectamente relacionada con la mencionada tragedia, la última persona con la que debería estar.
“Niños”, “extraterrestre”, “romance”, “tragedia”, “acción”. Jesús: si yo soy un ejecutivo y un guionista me lanza esta sinopsis, medio segundo después estoy atracando monjas para financiarle la peli . Y esto es J.J. Abrams, señores y señoras: el tío al que no se le ocurre otra idea que meter, en los primeros 10 minutos de Star Trek, un parto en pleno combate espacial, y tú lo verás, y ni se te ocurrirá preguntarte por semejante y asombrosa coincidencia. Porque te has comido la escena. Con patatas.
Super 8 es esa escena, ampliada hasta los 90 minutos y cuando funciona tenemos posiblemente el mejor plano inicial de los últimos años y, veinte minutos después, una secuencia absolutamente extraordinaria –y con un sentido de la anticipación (sabes que algo malo va a suceder) milimétrico–. Y más aún: es una peli plagada de pequeños momentos cercanos entre padres e hijos, amigos y amigas, novios y novias y es, ENCIMA, un cuadro costumbrista de una pequeña localidad durante los años 70; un emplazamiento perfectamente pertinente porque destaca el contraste entre el pacifismo reinante de la época post Vietnam con la amenaza de la militarización de la que es objeto el pueblo. Y encima hay un brote de simbolismo en forma de colgante perteneciente a un ser querido. Es lógico, es funcional, es bonito, ES LA HOSTIA.
¿ENTONCES QUÉ FALLA, VOTO A BRÍOS?
El bicho.
Hay una escena absolutamente preciosa en Super 8. Involucra a Joe y a su padre. Él no quiere que Joe se acerque a Alice. Es el padre y se hace lo que él dice, la última de una larga serie de órdenes que emergen de un respeto no ganado, al venir emitidas por una figura paterna que no ha sido padre cuando el chaval lo necesitaba. Joe explota y define a Alice con una contundencia y una claridad tan inusuales para su edad como universalmente devastadoras: “Ella me hace sentir bien”. Alice forma parte de una lista de cosas que le hacen sentir bien. Y Joe sabe cuáles son, y no hace falta bicho para saberlo. El cine y sus amigos, sus compañeros de cortometraje –un reparto equilibrado que recorre todo el espectro y marcado de forma muy dinámica, aprendemos sobre ellos a través de la forma en la que se comportan en los rodajes–… son momentos genuinos, son chavales que avanzan en la vida a través del poder curativo de las películas. Ese es el espíritu de Super 8, y ese es el espíritu que devora el bicho, en particular en el último tercio, cuando ese rollo del corto ha perecido entre un millón y medio de explosiones.
Cierto, el bicho es el catalizador de muchas de estas escenas, pero nunca llega a afectar directamente a los personajes como (vamos a decirlo de una puta vez, lo estamos deseando) E.T.. Sí, además viene de lujo para meter un par de escenas de suspense (no tan brillantes como la inicial, no son especialmente originales), pero ni físicamente es atrayente –carece de rasgos distintivos, es un modelo crustáceo estándar– ni tiene una personalidad muy definida: en sus peores momentos, sobre todo los próximos al final, Super 8 comienza a sacarse soluciones del culo para que comprendamos al monstruito.
Y aquí llegamos: Abrams es incapaz de hallar lo extraordinario en lo mundano. Abrams necesita “un bicho”. Spielberg no. Lo usará en el momento oportuno. Abrams necesita explosiones. Necesita lens flares. Da igual que Elle Fanning y Joel Courtney exhiban química en una escena ya de por sí muy currada: la música de Michael Giacchino se inmiscuirá donde Williams acompañaba. En su parte final –donde el film casi pierde los papeles– necesita EXAGERADAS CANTIDADES DE BOMBAZOS. Necesita tirar de fórmula, más compleja que otros (Abrams lleva escribiendo guiones la mitad de su vida) pero fórmula al fin y al cabo. Se ha criticado que Spielberg tiene una tendencia a remarcar innecesariamente aspectos de sus films. Es absolutamente falso: su lenguaje se compone de un número de elementos que se combinan entre sí. Abrams funciona por acumulación. De elementos trabajados, honestos, pero elementos separados, al fin y al cabo. Bicho y niños que hacen cine nunca terminan de impactar entre sí. Y la sensación es que a Joe nunca le hizo falta para crecer, para cumplir con el tema favorito de Abrams, “dejar las cosas marchar”.
Mirad, creo que es una película loable. Muchísimos directores ni se molestan, os lo aseguro. Me jode particularmente que un señor que se ha tomado tanto curro en diseñar escribir un guión nunca termine de encontrarme el clítoris. Pero cuando tus referencias son tan descaradas, estás demasiado expuesto al efecto rebote porque el modelo original siempre salta a la cabeza y las deficiencias que tiene tu film (resumiendo: cierta incoherencia, momentos cada vez más forzados conforme se intentan acercar las dos tramas, sensación predominante de que a veces es emotivo por cojones sin niguna razón en absoluto) quedan amplificadas.
Queda para el final el debate sobre la nostalgia. Vosotros decidiréis si es justo capitalizar en los recuerdos. Yo creo que no, cuando se convierten en el último recurso para sacar adelante un film, cosa que aquí sucede en muy contadas ocasiones. Pero está claro que habría tenido más mérito encuadrar esta película en tiempos más cínicos –pelis como El Protegido me gustan muchísimo por ello–. Shyamalan, de quien extrañamente poco o nada se ha comentado en las reseñas de esta peli, también era un nostálgico, –es más: un nostálgico en sus propios términos–, y sabía antes de volverse loco que la inocencia, una vez perdida, no puede recuperarse. Y Abrams lo aprenderá, cuando llame a la puerta de lo que sea que esconden sus hemisferios del cerebro y se revele tal y como es, por fin y de una puta vez, ante nosotros.
PD: El corto que ruedan los chavales durante el film se llama The Case y aparece entero en los créditos. Os lo dejo aquí. Es una gozada.
