Cabría esperarse, con un personaje tan polémico e influyente como Margaret Thatcher, un retrato que bien la encumbrase o se cebase en sus miserias, sin embargo esta película dirigida por Phyllida Lloyd, que repite con Meryl Streep tras trabajar juntas en ¡Mamma Mía!, aborda el aspecto seguramente más desconocido de la que fuese conocida como la Dama de Hierro, su lado íntimo, y no desde la recreación edulcorada de los recuerdos, sino desde el actual ocaso de una personalidad de su calibre.
Es en realidad la historia de una anciana en esas edades en las que uno, si tiene suerte, acaba sobreviviendo a quienes quiere, lo cual no es especialmente alentador. Thatcher está viuda, pero se niega a ello, y sigue manteniendo vivo a su marido, su gran apoyo, en su mente. Conversa con él, consciente de que ha fallecido pero como si aún estuviera allí, reflejando una de esas entrañables parejas de ancianos que se muestran su cariño a base de pequeños pinchazos de ironía (muy british, por supuesto). Podrá sonar a cursilería, y es cierto que a ratos la película roza lo ñoño, pero detrás hay una decisión de guión muy sabia, es la forma de humanizar a una persona que siempre ha tomado sus decisiones pesase a quien pesase, que nunca ha aceptado que le digan cómo y qué debe hacer, y por tanto, su marido no se muere hasta que a ella le de la gana. Es la cara amable de una persona que, precisamente, por esa inquebrantable tenacidad, que no tardaría en derivar en una profunda soberbia, se ganó la admiración y el odio más profundos de un país.
Su faceta pública y su trayectoria, conocida por todos, se repasan a través de sus recuerdos. En este punto quizás haya cierta falta de garra, porque el tono de “mis memorias” que acompaña a la película, aunque no evite la polémica inherente al personaje, si que hace languidecer la verdadera tensión social que se vivió en su mandato. Ni las bien seleccionadas imágenes de archivo, ni las escenas “de despacho” donde Thatcher se las vio con opositores y aliados hacen justicia a la auténtica importancia del personaje. Y eso que se da buena cuenta de episodios tan importantes como el fin de la guerra fría, las huelgas de los mineros o la Guerra de las Malvinas. Episodios en los que ella, autoritaria como pocos, tomaba las decisiones sin vuelta de hoja y autoconvencida de que el único camino al éxito, y más siendo mujer, pasaba por ser dura, implacable y no dar cuartel ni siquiera a los más necesitados. A lo mejor es precisamente esa soberbia que fagocitaba todo lo que a ella misma le llevo a dar más valor a sus decisiones que a las consecuencias que éstas podían acarrear. Quizás por eso, la única escena realmente potente de las que repasan su pasado político, es justamente la previa su dimisión, cuando en un consejo de ministros, y en pleno arrebato de ira, avergüenza a su mano derecha corrigiéndole un texto con el mismo tono autoritario con el que una madre reprende a su hijo. Es el instante en el que ella se queda, definitivamente, sola… al menos en lo político. Como siempre, su marido, la apoya, pero pasa de ser ese pilar escondido para, por una vez, evitarle un mal mayor y hacerle ver que su carrera ha llegado a su fin.
Así que, seguramente, las virtudes y los defectos de la película sean parejos a los del personaje, y eso no sería posible sin una Meryl Streep simplemente monumental. Lo de esta actriz no tiene nombre. No es que haga un gran papel, es que se convierte en la auténtica Dama de Hierro, y también, en los retales de la misma en la vejez. Porque si su Thatcher política es brutal, lo de la anciana no tiene nombre. Habla, anda, mira y siente como una anciana de 90 años. Te olvidas de la actriz multipremiada para quedarte sólo con esa señora que los tiene cuadrados y que sin embargo es capaz de, en su cojonudismo, mostrar una ternura tremenda. A ver qué actriz consigue, sin traicionar la tan negativa imagen de Thatcher, hacer que, en el fondo, quieras darle un abrazo a semejante perra del infierno. Me da que sólo una, y se llama Meryl Streep. Sólo por eso, la película ya merece pagar la entrada.

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