En The Host el director coreano Bong Joon-ho planteaba una película de terror (y su peculiar humor) en torno a un monstruo surgido por la inconsciencia del hombre ante el medio ambiente. Aquella película era herencia directa de cintas como Godzilla, donde las armas nucleares eran también el origen de la bestia. En Snowpiercer, el debut de Joon-ho en el cine de habla inglesa (aunque la producción es íntegramente surcoreana), adapta el cómic francés de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette, para plantearnos un cercano futuro distópico que también tiene su origen en la irresponsabilidad del hombre hacia su entorno. Cambia de tercio, pero vuelve a señalar al hombre como culpable último de sus problemas y como el principal enemigo del medio ambiente.
La humanidad, o más bien lo que queda de ella, ha quedado confinada en un tren que recorre el mundo en un circuito sin fin. Ese tren, movido por un motor que se retroalimenta de forma infinita, se ha convertido en el único refugio posible después de que el planeta, a causa de la acción del hombre, haya sufrido una glaciación que ha hecho imposible casi cualquier tipo de vida. A partir de ahí se nos presenta el tren como una reducción esquemática del mundo actual, una gran sección con unas pocas personas privilegiadas que vive así gracias a otra sección, el culo del tren, pequeña y sobresaturada donde la gente se alimenta de una extraña gelatina protéica. La situación en la cola del tren es límite y saben que quien controle el motor, controlará el tren. La revuelta es inminente.

© Good Films
A partir de aquí la película se convierte en casi en una sucesión de fases de videojuego que el protagonista debe superar vagón a vagón. Un protagonista, Chris Evans, que sin querer asumirlo, es el líder natural de los pasajeros de cola. Como mecanismo narrativo esta forma de avanzar es muy básica y de algún modo similar a una road movie, cada paso en el camino conlleva un cambio y cuanto más cerca se está de la meta más límite es la situación del héroe, acompañado por un pequeño grupo de aliados. Puede resultar una película algo mecánica, no especialmente entretenida y seguramente sea la menos rica en lo que a estructura se refiere de la filmografía del director, siendo el ritmo uno de los aspectos de los que más se resiente. A su vez es su mayor reto estético y narrativo, tanto por tener que crear un mundo nuevo, que aún no existe, como por el hecho de estar limitado por la propia morfología del tren, estrecho y largo, y la imposibilidad de situar a los personajes fuera del mismo. Pero Joon-ho se maneja muy bien en este sentido porque cada vagón es un mundo nuevo que ayuda a que la película respire visualmente y porque, en el fondo, nunca se despega de los personajes y sus reacciones. Hay espacio para la acción pura y dura (muy buena solución la del tiroteo en curva) como para la sorpresa y el descubrimiento de distintos mundos encapsulados dentro de ese tren (el acuario y la escuela son geniales).
Lo interesante de la película es cómo juega con la idea de lo justo y lo necesario o como retuerce el significado real del héroe como concepto.
Sin embargo el interés de la película no está tanto en cómo se cuenta la historia, sino en lo que hay tras ella, e incluso tras esa esquemática visión de una sociedad estratificada con recursos limitados. Lo más interesante (y a partir de aquí hay algo de SPOILER), es la idea de que la rebelión iniciada por los desfavorecidos no es más que otro mecanismo de control. Un mecanismo previsto, provocado y que logra una doble función, dar esperanza a quienes no la tienen, motivándoles a lograr un cambio totalmente imposible, y diezmar la población cuando ésta empieza a ser demasiada. Una idea profundamente dolorosa que no cuesta extrapolar a nuestro presente, donde podemos pasarnos la vida protestando en Twitter, organizando manifestaciones o desgastando esfuerzos en movimientos sociales que por su propia naturaleza acaban antes de que haya un cambio profundo de verdad.




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¿Lanza la película una tesis ante la inutilidad de la protesta y la lucha? No exactamente. En un final que, sin destripar demasiado, resulta aparentemente caótico, la función no es tanto la de enfrentar al héroe contra el sistema o contra quienes lo gobiernan, porque eso es lo previsible, sino la de enfrentar esa previsibilidad de los acontecimientos con la acción inesperada de un protagonista imprevisto. Controlar ese motor infinito que funcionará sí o sí, gobierne quien gobierne y a costa de cualquiera (incluso de los poderosos) no supone un auténtico cambio porque siempre habrá luchas por controlarlo. El verdadero cambio es prescindir del motor.
Así, una película que parece muy esquemática durante gran parte del metraje, que en momentos falla en ritmo y cuyo final corre el riesgo de ser un popurrí de ideas mal llevado (y algo de eso hay, no vamos a negarlo), es en realidad un facepalm ideológico de los más jodidos que he visto en el cine en bastante tiempo y con un mensaje tan anárquico como contundente. Quizás no sea mi película favorita del director, porque por forma y estructura prefiero otras que me parecen más ricas a ese nivel. Pero es posible que ninguna tenga tanta mandanga detrás. Es muy rica en matices (el papel real y simbólico que juegan las drogas en la historia, el origen de las mutilaciones, el papel de la educación, la fe en un compañero) pero, sobre todo, la película no te vende el desenlace como un happy end o como un final de trayecto deseado. Te deja a ti que te preguntes si el sacrificio (y todos los anteriores) compensa lo conseguido, si un héroe no es sino la esencia para perpetuar un sistema que lo necesita y si los conceptos de “justo” y “necesario” no son a veces incompatibles.

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