Estamos en 2015, en plena época de las megafranquicias, la era en la que una trilogía ya sabe a poco. Pese a ello no hemos dejado atrás otra tendencia perezosa de los grandes estudios, la de realizar remakes de viejos éxitos. Tanto una moda como otra se reduce a que es más fácil vender algo conocido que ganarte al público partiendo de cero. Y así acabamos en una pescadilla que se muerde la cola, ya que el público se acostumbra a ir al cine a ver cosas que ya conoce y los estudios ven cada vez más riesgo en lo nuevo.
El remake de Poltergeist que llega ahora a nuestras salas es, a grandes rasgos, una versión de consumo rápido de la peli original. Más corta, más directa y menos rica en matices, pero realizada con eficacia. Es la típica película a la que sólo se le puede echar en cara tirar de fórmula y anular cualquier atisbo de riesgo. El guión de David Lindsay-Abaire utiliza las piezas clave de la película de Tobe Hooper y el guión (y algo más) de Steven Spielberg. Tiene su misma estructura pero en el actual contexto de crisis económica y pasado por el tamiz ultratecnológico del siglo XXI, que aporta algunas herramientas nuevas para generar suspense a su director, Gil Kenan. Encontramos varias escenas donde el eje de ese suspense reside en una pantalla, ya sea la de televisión que se veía en la primera película, como la del móvil o un iPad que sirve de mando y guía para un drone. Son quizás los momentos más agradecidos, aunque no tanto por brillantes como por novedosos ante tanta similitud inevitable.
Al margen de eso el cambio más palpable es que vemos tomar un mayor protagonismo al hijo mediano de la familia en detrimento de los padres, salvados por una pareja de estupendos actores como Sam Rockwell y Rosemarie DeWitt, pero mucho más planos sobre el papel (él, parado, ella, escritora fagocitada por la maternidad). Quizás el personaje más novedoso es el de Jared Harris, que reemplaza a la entrañable Zelda Rubinstein, sustituyendo a esa medium abrazable por una estrella televisiva de los programas de casas encantadas.
Kenan y Lindsay-Abaire salvan los muebles, pero son incapaces de rozar siquiera la excelencia del clásico ochentero y parecen querer limitarse a actualizar la época y no cagarla en el camino, como si entrasen con balletas en los pies en casa ajena. Tanto escrúpulo regala, eso sí, la posibilidad de revivir parte del juego de luces de la original, una de las señas de identidad del cine de Spielberg de aquella etapa y que hoy nadie parece querer rescatar cuando daba una clara personalidad visual a aquel cine.
Surge por tanto la duda de siempre de si merece o no merece la pena hacer un remake cuando la motivación es más económica que creativa. Pero más allá de ese debate que hemos planteado varias veces aquí, habría que ver si no estamos llegando a un punto en el que la creatividad, en su concepción más básica (ni siquiera hablamos de experimentar), es sinónimo de riesgo en vez de una virtud. Porque, más allá de que el resultado sea digno, si los estudios prefieren alargar sagas hasta el infinito y rehacer cualquier película con más de 15 o 20 años, a apostar seriamente por historias nuevas, mal asunto.

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Juan_Mas
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Cris Grimaldi