Acúsenme de aguafiestas, de abuelo Cebolleta, de juntaletras picajoso, pero no puedo con el estado actual de las cosas en el terreno pantanoso e irreal de la prensa cinematográfica. Me van a perdonar, pero tengo que soltarlo. Vengo a contarles lo que algunos ya saben. Toca exorcizar mis monstruos y los de mis compañeros, que son unos cuantos, porque justo en el momento espacio-temporal en el cual el noble arte de la crítica es más necesario que nunca, cuesta encontrar textos que merezcan la pena. Realizando un ejercicio de catarsis, un acto de psicomagia a lo Jodorowsky, escribo estas palabras para denunciar ingenuamente, con mirada rabiosamente subjetiva, el ascendente e imparable periodismo de alfombra roja. Hablar del cine como arte se lleva menos que nunca. Las nuevas corrientes informativas, basadas en ocasiones en firmar un artículo a base de recopilar tuits de gente dispar, venera el glamour, se centra en la tontería, e ignora todo lo demás. Asistimos al trabajo minucioso de individuos que se hacen llamar críticos y periodistas cuya labor es hacerse selfies en la puerta del cine cuando hay una premiere. Sufrimos la invasión de páginas online que se dedican a colgar trailers de grandes distribuidoras y compartir noticias que vemos mil veces a lo largo del día sin añadir nada que las diferencie. Es el síndrome del periodista patán que le hace el curro a las majors a cambio de unas migajas (¡ja!). El cine es espectáculo, ya lo sabemos, no hace falta que nos lo recuerden cada segundo el telediario y un ejército de prescriptores clones.
Los lanzamientos comerciales merecen toda atención, por supuesto, hay dinero de por medio, que no cae apenas en manos del que escribe de cine sobre cine, pero también existen estrenos modestos, prácticamente ignorados, entre ellos propuestas interesantes que no van muchos más allá de su presencia en festivales, incluso con premio bajo el brazo. Iniciativas sugestivas se pasean por circuitos alternativos sin que los blogueros de hoy, salvo honrosas excepciones, les presten la más mínima atención, porque lo suyo es dar bola a los estrenos de las multinacionales, probablemente porque su objetivo único es entrar a los pases de prensa y ver cine gratis, además de ganar visitas en la red a base de subir fotos de astros en el candelero y sus chascarrillos, eso que gusta al gran público porque apenas tienen otra cosa. Su mayor ilusión es que una dudosa frase de su cosecha, con su nombre en mayúsculas y el de su ¿medio? entre paréntesis, salga como reclamo publicitario en algún cartel. Asusta abandonar el patio de butacas tras tragarse un filme infumable y que haya gente que esté escribiendo, a petición de la distribuidora, bonitas palabras en un folio –te dan el boli- sobre un producto fotocopiado, sin gracia, que no merece ni una mueca de asco. Cuesta creer que les haya podido gustar lo más mínimo y que salga sin esfuerzo un adjetivo pomposo de su puño y letra que luzca bien en el póster. ¡Magnífica! ¡Recomendable! ¡Muy buena! Para colmo, si no es suficiente la perplejidad que esta fauna escribiente puede contagiar, han llegado exultantes las oleadas de youtubers en celo a los preestrenos de películas de índole juvenil, seres a los que siempre les mola todo lo que ven –menuda potra-, a tenor de lo que cuelgan a posteriori en sus canales repletos de suscriptores de gusto heterodirigido. Puede llegar a fascinar comprobar como algunos críticos de hoy visitan festivales por todo el globo sin escribir una sola línea, en un momento en el cual es cada vez más complicado que un evento te pague algo, una noche de hotel o unas copas de champán en la inauguración, si es que la hay. A algunos suertudos les sobra el dinero para invertir en estas cosas, pero viendo cómo están las tarifas en la prensa, analógica o digital, no salen las cuentas. Para nada. ¿Dónde te vas de vacaciones? Al festival de Toronto, pero voy a trabajar. Seguro que con lo que te pagan por un par de crónicas te sale a cuenta. ¡Enhorabuena!
La tontería extrema, con las redes sociales como principal foco, está para quedarse, ha desplazado a la crítica pensante. Las acreditaciones en los festivales empiezan a costar pasta de verdad, y no hay que extrañarse. Las agencias de comunicación llenan los pases a costa de una legión de internautas que abarrotan las salas en horario de trabajo cuando toca una película mainstream y nos quedamos cuatro y un tambor cuando el pase para prensa especializada se centra en algún título de nacionalidad impredecible, donde suele haber calidad verdadera. No puedo si no aceptar mi edad y echar de menos aquellos fanzines de los años 90, en los que entrevistábamos a cortometrajistas y dedicábamos demasiadas páginas al cine underground y la locura cinéfaga. No teníamos ni idea. Ahora hay que apuntarse al gimnasio para quedar bien en las fotos delante de los carteles gigantes en los festivales. Es la evolución. Es la nueva cinefilia. Mejor controlar los filtros de Instagram que contar con un criterio cinematográfico contundente. Para qué complementar lo rosa, lo amarillo y lo negro. Evasión y punto, vaya bajona eso de la reflexión. Nos hemos hecho mayores, aunque algunos pueden darse por aludidos con estas líneas escritas desde el inconformismo y el rencor peinando canas. Ponerte la cámara delante y hablar como el Príncipe de Bel Air dirigiéndote a una audiencia parvularia nos queda grande. El píxel y el papel cuché han sabido mimetizarse. Larga vida a José Luis Guarner.
Artículo publicado originalmente en el periódico del Festival Internacional de Cine de Gijón.
SOBRE EL AUTOR: Borja Crespo empezó en el mundo del fanzine para acabar dirigiendo la línea editorial de cómics de Subterfuge. Es guionista e ilustrador de cómics, ha colaborado regularmente con El Correo escribiendo sobre cine y nuevas tendencias, ha dirigido el Festival de Cine de Comedia de Peñíscola de 2003 a 2005, dirige el Salón del Cómic de Getxo desde 2002, es promotor del GRAF, fue finalista al mejor corto fantástico europeo en los premios Melies con su corto Snuff 2000, es director de publicidad, realizador en televisión y socio de Arsénico Producciones junto a Nacho Vigalondo, Borja Cobeaga, Nahikari Ipiña y Koldo Serra. Dirigió en 2013 su primer largometraje, adaptación del cómic Neuroworld, que aún viaja por festivales internacionales.