Estaba claro que Pedro Almodóvar se iba a tomar muy, muy en serio su primera adaptación de la obra de Alice Munro. Para el manchego, la Nobel canadiense es “la mejor escritora de relatos en lengua inglesa” y una de sus principales obsesiones desde hace años. El realizador compró los derechos de tres cuentos de Munro – Destino, Pronto y Silencio – allá por 2009. Los tres están protagonizados por la misma mujer, Juliet, y para la traslación a la pantalla se barajó trasladar el rodaje a localidades de la costa este norteamericana para acercarse más al material original. Finalmente la historia transcurre en suelo patrio y la adaptación es mucho más libre seguramente de lo inicialmente previsto, pero se sigue notando que Julieta es una de las películas más meditadas de toda la filmografía de Almodóvar. Y ello repercute bastante en positivo, sobre todo si el resultado se compara con sus últimas incursiones cinematográficas.

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En un principio se podría pensar que la sobriedad de estilo, personajes y atmósferas de Munro no encajaban demasiado bien en el universo almodovariano. El realizador y guionista, sin embargo, encuentra un filón para explorar en profundidad y con inteligencia uno de sus temas predilectos, el mismo que ya desarrolló espléndidamente en Volver: el mar insondable de las relaciones materno-filiales. Y luego encuentra también recovecos para tratar otras de sus obsesiones que, a nivel personal, considero más interesantes, como el concepto de culpa, la mitología y la omnipresencia constante del conflicto de Eros y Tánatos. Todo en un cóctel bien mezclado y reposado, pensando bien en los ingredientes de la receta y en como presentarlos de forma más efectiva de acuerdo a las habilidades del barman.
La Julieta del título es una mujer de mediana edad encarnada con Emma Suárez, que con tres gestos y un temblor en los labios ya da entender que lleva a rastras un trauma más grande que la vida. La actriz está aún mejor que en los buenos tiempos de Medem y sus registros dramáticos le van como anillo al dedo al concepto de melodrama de Almodóvar, por lo que cuesta entender que hasta ahora no hayan trabajado juntos. Su actuación recuerda a la de Cate Blanchett en Blue Jasmine, pasada por el tamiz de Douglas Sirk. La intriga del trauma se empieza a destapar a través de una misiva escrita a una hija no presente, y con las primeras líneas Julieta se transforma en Adriana Ugarte que, tras intentar navegar como puede por el tramo más flojo y artificioso de la cinta – el que transcurre en un tren que parece estar atravesando la tundra siberiana – remonta como la película y también da el do de pecho.




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Más que nunca Almodóvar tira de la elipsis en el relato, de una manera tan rompedora que puede descolocar, pero que pensándolo dos veces es un alivio, porque obvia hitos trascendentales que quizá hubieran dado a pie a los largos diálogos expositivos y literarios, o al excesivo histrionismo que han lastrado sus últimas producciones. El director manchego está centrado en economizar, contener emociones a flor de piel y en explotar conscientemente sus fortalezas en momentos que sacan a relucir o mejor de su sensibilidad de autor, esa que le convirtió en un cineasta universal.
La película puede provocar división de opiniones, porque es lícito que una parte del público no acepte de buen grado a este Almodóvar en apariencia tan cerebral y contenido, pero en el fondo lo que hay detrás es una pasión y respeto inmensos por el material del que parte. Un material que ha sacado la mejor versión del realizador en una década. Y eso hay que agradecérselo en parte a Munro.

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George Kaplan