Estamos en un momento en el que el thriller español pasa por estado de salud más que bueno a nivel comercial y bastante digno en lo que a calidad se refiere. Siendo un género muy ligado a la tradición del cine norteamericano, aunque abarca a todas las cinematografías, no resulta extraño que muchos títulos hayan sido herederos, deudores, imitadores o hábilmente influenciados por películas o directores referenciales del género en Estados Unidos. El caso de Toro no es una excepción a esta realidad, pero sí es probable que su conglomerado de referencias sea más rico y quizás más caótico que el de muchos títulos menos arriesgados que se centran más en contar bien su historia que en realizar una especie de alquimia del género.

© Universal Pictures
La historia de Toro es sencilla, una trama de venganza con pocos personajes muy esquemática donde el destino de los protagonistas está trazado desde el primer minuto como en una tragedia clásica. Casi todos son personajes condenados por sus actos, difícilmente defendibles y donde sólo las mujeres tienen un halo de pureza al que aspiran los protagonistas. Sin embargo, se juega con ese esquematismo de forma muy similar a la que se puede ver en los spaghetti westerns, haciendo de la película un ejercicio de estilo por encima de la historia que cuenta. Kike Maíllo traslada el lenguaje de esos westerns a una historia contemporánea ambientada en un escenario no menos árido que el de una pequeña ciudad del antiguo oeste, la costa del sol del ladrillazo. Un western que, como aquellos, está cargado de iconos que sirven para definir a los personajes, sus sentimientos, sus deseos y los distintos escenarios de la película. Iconos que abarcan desde un estilismo inmutable a las armas que portan los villanos, pasando por la música que sirve para remarcar, sobre todo, a Romano, el gran enemigo de la película, encarnado por un sobrio pero imponente José Sacristán.
Si uno presta atención a ese juego de detalles la película puede ser un gozo estético de emociones contenidas en objetos representativos (incluyendo incluso algún guiño al productor, López Lavigne) con un interesante juego con los distintos escenarios que recuerda mucho al cine de Nicolas Winding Refn, sobre todo a nivel del uso de los colores, no así en la composición en el plano. También puede se respira el aroma de algunos de los thrillers surcoreanos más relevantes de los últimos años en el tratamiento de la violencia en pantalla desde las coreografías a la sordidez de algunos momentos de una película que no escatima en sangre cuando se busca el impacto en el espectador.




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Pero más allá de eso, los ritmos y necesidades propios de un thriller, junto al previsible desarrollo de la historia, hacen que buena parte del impacto, la tensión y la épica de aquellos westerns se diluya en el camino. Tampoco los personajes tienen un particular interés sobre el papel y es fruto del trabajo de los actores todo lo que éstos consiguen trascender, destacando sobre todo el Romano de Sacristán y Diana, la niña interpretada por Claudia Canal, cuya mirada es un auténtico imán.
Por todo ello, la sensación final ante una película como Toro es la de una obra imperfecta, muy básica como historia pero muy audaz en la puesta en escena donde la mezcla de referencias no siempre resulte del todo equilibrada. Pese a ello puede ser un paso adelante a la hora de fomentar en nuestro cine negro y nuestro escaso cine de acción un uso más valiente de la puesta en escena. El realismo no tiene por que ser siempre un requisito de primer orden, sino una opción junto a otras que resulten más desmelenadas.

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